viernes, 31 de enero de 2014

Ruta de Alfonso Onceno


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Organizada (magníficamente, por cierto) por el Club Maragatos de las Villuercas, se llevó a cabo durante la mañana del 21 de abril de 2013.
Salimos de Cáceres en torno a las 7 de la mañana, pues nos esperaban en Navezuelas  para tomar algo antes de comenzar la ruta y queríamos estar sobre las 8,30.
Según nos acercábamos a nuestro destino, el paisaje de las Villuercas comenzaba a desvelar su belleza con las primera luces del día.

Cuando llegamos, en la Plaza de Navezuelas había ya una cincuentena larga de personas, algunas de ellas viejos conocidos con los que coincidimos habitualmente en las rutas.


Algunas mesas, con dulces de la tierra con una pinta más que apetitosa, invitaban a “cargar pilas” para el trayecto. Como me conozco, probé una vez y me retiré inmediatamente: este tipo de tentaciones son, para mí, mortales, pues caigo siempre.

La organización da la bienvenida e imparte breves instrucciones para un adecuado desarrollo de la marcha e invitan a los asistentes a subir a las escalinatas de la Iglesia para hacerse la foto de grupo de rigor.

Salimos del pueblo caminando por un lateral de la Iglesia para, dejándolo atrás, ir a coger el Camino de Guadalupe. El arranque requiere esfuerzo, pues hemos de superar un desnivel de cerca de 300 metros en los primeros dos kilómetros de recorrido (casi un 14% de desnivel).


Estamos subiendo a la Sierra de las Acebadillas y lo que empezamos a divisar  me hace comprender la pasión que algunos sienten por las Villuercas. Las vistas son preciosas.


En lo alto del Collado de la Paridera (“Pariera” escriben en un cartel), la organización tiene previsto realizar un alto. Y verdaderamente lo merece. Delante de nosotros, al otro lado del Collado, tenemos un pequeño valle por cuyo fondo discurre el Arroyo de las Tejadillas y enfrente la Sierra de las Tejadillas.
Detrás de la Sierra de las Tejadillas, el Valle de las Viejas, cubierto de nieblas… Y muy, pero que muy al fondo, la Sierra de Gredos cubierta de nieve.
Creo que todos estábamos encantados con el espectáculo que se ofrecía a nuestros ojos. Verdaderamente, la subida había merecido la pena.

Durante el trayecto desde Cáceres, Vicente (Pozas), mi habitual compañero de correrías senderistas,  había venido hablándome (con bastante entusiasmo, por cierto) de cosas hasta ese momento desconocidas para mi: “sinclinales”, “anticlinales”… y me contaba cómo el Geoparque de las Villuercas constituye un paraíso para los geógrafos enamorados de este tipo de formaciones al ser un patrimonio geológico notable en términos de calidad científica, rareza, valores estéticos y educacionales. A mi, que no soy geógrafo ni nunca había reparado en este tipo de formaciones.
Los organizadores habían previsto que aquí, en el Collado de la Paridera, una persona nos diera unas explicaciones sobre las formaciones geológicas que veíamos, explicaciones que todos seguimos con la máxima atención.
Al final me quedó claro que se llaman sinclinales a la parte cóncava de los pliegues de la corteza terrestre, y anticlinales al “lomo” de dichos pliegues, así como que pueden haber diversidad de tipos de unos y de otros.
La verdad es que entender estos conceptos que, como digo, eran nuevos para mi, fue mucho más fácil cundo puedes contemplarlos con tus propios ojos y a tiro de piedra, como quien dice.
Aquello me estaba gustando y yo, que a esta ruta había querido ir ejerciendo de mi condición de Prisiña, quise dejar constancia de que aquello me gustaba haciéndome una foto al lado de un panel informativo existente en el Collado.


El trayecto entre el Collado de la Paridera y el Collado de los Ajos carece, prácticamente, de desnivel. El camino discurre por una zona de umbría, lo que queda patente en el abundante musgo de los árboles cercanos al mismo. El terreno resulta agreste y la abundancia de piedras comienza a quedar a la vista.


Al llegar al Collado de los Ajos se extiende a nuestros pies la última parte del Valle de Viejas y, al otro lado del  mismo, la Sierra de Viejas.
Las formaciones rocosas (creo que con altos componentes de cuarcita) son espectaculares y bellísimas y los más aventurados de los participantes en la ruta se aprestan a trepar a ellas en busca de esas fotos singulares que a todos nos gustan.


El inicio de la bajada del Collado de los Ajos requiere paciencia y prudencia. El camino describe un zig-zag para salvar el pronunciado desnivel y la abundancia de piedras sueltas aconsejan asentar los con seguridad.
Se ha escrito mucho, y se debate, sobre el origen de las pedreras (o casqueras, que llaman algunos) existentes en la zona. Son ríos de roca troceada. Unos dicen que su origen está en la actividad minera que en tiempos de los romanos hubo en la zona, cuando se trataba de extraer metal aurífero de entre la cuarcita. Otros, sin embargo, mantienen que las pedreras se deben, más bien, a la acción de los meteoros: lluvia, sol, calor, frío… que ha ido troceando la roca. Yo, desde luego, no puedo aportar nada al respecto, pues no tengo conocimientos científicos sobre ello. Como mera opinión personal me decanto más por la segunda ya que las pedreras son de una extensión enorme y, además, de este mismo tipo no se dan solo aquí, sino por otras muchas zonas y no solo de Extremadura.
En poco tiempo se supera lo más peligroso y la bajada se vuelve senda, pedregosa, sí, pero sin el peligro del tramo anterior.
Poco antes de llegar al Puente sobre el río de Viejas el camino se ensancha y hacemos una brevísima parada para reagruparnos.
El puente es sencillo, de madera, sin pretensiones. En realidad se trata de una mera plataforma de paso bien construida a base de tablas. Los lugares en que se apoya el puente son de piedra, indicando que hace años el puente aquí existente debió ser muy distinto del que disfrutamos hoy.

El día está siendo caluroso y a la orilla del río Viejas se está  muy a gusto: el lugar es precioso y la temperatura agradable. La gente remolonea y estira los momentos haciendo fotos.



A partir del puente que acabamos de pasar comenzamos a ascender en dirección a Collado de la Arena. Son poco más de dos kilómetros de un ascenso continuo pero en ningún caso agotador, pues se trata de un 10% de desnivel aproximadamente.
Pasamos junto a una pequeña construcción, que pudiera ser un refugio, pero que no puedo precisar.
La vereda es estrecha y sumamente pedregosa. Ello me impide disfrutar del entorno como quisiera, pues llevo los ojos fijos en el sitio donde pongo los pies, tratando de evitar una caída.


Rematamos la subida en el Collado de la Arena, donde la organización ha previsto que hagamos un alto para tomar algo y descansar. Llegamos sudando y aquí, en lo alto, corre el aire.
Cuando llevamos allí dos o tres minutos, una de las personas que acaba de llegar sufre una fuerte lipotimia. La Guardia Civil, que ha estado presente desde que estuvimos en Navezuelas, presta su auxilio. Todo se queda en un pequeño susto sin otras consecuencias.


El paisaje es espléndido, pues tenemos frente a nosotros las Sierras de Valdelacasa y de Altamira y detrás de ambas, a lo lejos, la Sierra de Gredos, con toda su cresta nevada.


Desde el Collado de la Arena queda poco más de 1,3 kms. de sendero pedregoso, que recorremos con prudencia, pero con alegría. Ahora ya, hasta Guadalupe, todo es cuesta abajo, por lo que el esfuerzo es mínimo. Además, según nos dicen, enseguida llegaremos a una pista, lo que hará la marcha más cómoda.

Como nos habían anunciado, llegamos a una pista de tierra, amplia, llama y cómoda para caminar. Y fue justo aquí, ya en lo “fácil” y a los pocos metros de empezar la pista, donde tuve mi percance. Del firme sobresalía una piedra unos seis o siete centímetros. Tuve la mala suerte de tropezar en la misma. El traspiés provocó que saliera disparado hacia delante y aquí vino la segunda mala suerte, pues ya con el equilibrio casi perdido, pisé una piedra suelta que rodo bajo mi pié.
Entre la velocidad que cogí con el tropezón y la pérdida de equilibrio de aquel más el de pisar la piedra suelta, el caso es que caí de bruces todo lo largo que soy (que tampoco es demasiado). Llevaba la cámara de fotos en la mano derecha y para evitar que golpeara contra el suelo, traté de protegerla pegándola contra el cuerpo. El resultado es que una esquina de la misma se me clavó en las costillas, a la vez que mi nariz y frente golpeaban contra el suelo.
Tengo que decir que todos los que estaban próximos corrieron en mi auxilio. Ocho o diez personas me ayudaron a levantarme, sacudieron el polvo de mi ropa y me preguntaron por mi estado.
Yo, tratando de salvar una mal entendida “maltrecha dignidad”, balbucía: “Estoy bien, estoy bien”, pero la verdad es que las piernas me flojeaban, todo me daba vueltas y un cierto vahído me subía desde las entrañas. En un momento determinado fui medianamente consciente de que las piernas no me sostenían y me iba al suelo de nuevo. Cinco o seis pares de manos lo impidieron. Alguien me indicó que inclinara la cabeza y me echó, abundantemente, agua por la nuca.
Poco a poco fui recuperándome. Todo lo que me rodeaba fue colocándose, otra vez, en su sitio de forma paulatina. De nuevo empecé a reconocer las caras y a entender lo que me decían y al cabo de dos o tres minutos estuvo, de nuevo, en condiciones de caminar.
Me dijeron que, en un momento determinado, me había quedado absolutamente pálido, que fue cuando decidieron echarme el agua.
No puedo sino dejar constancia aquí de mi agradecimiento a quienes me auxiliaron. Y quiero enfocar dicho agradecimiento en uno de los “maragatos” miembro de la organización, el que me echó el agua en la nuca que, desde el momento de la caída y hasta que llegamos a Guadalupe no se alejó de mí más de tres metros pendiente siempre, aunque de modo disimulado, de mi estado.
En lo que quedó de trayecto, así como ya en Guadalupe, no me preguntaron menos de 40 o 50 veces cómo estaba. Y yo creo que esto habla, y mucho, de la bondad de la gente senderista, así como del buen hacer de los Maragatos de las Villuercas.
Vicente Pozas, que venía unos metros detrás de mi en el momento de la caída, no se separó ya de mi lado ni un momento. Me decía que me había visto tropezar y caer pero que la distancia le había imposibilitado llegar a tiempo para auxiliarme. Yo, que confieso que el humor negro me priva, no dejaba de decirle que, al menos, habría sacado fotos del momento de mi caída o, cuando menos, habría dejado constancia de mi blanca palidez. Él se excusaba diciendo que “estaba yo para fotos en esos momentos”, y yo le recriminaba (con sorna, claro) que, siendo periodista, hubiera dejado escapar la oportunidad de enviar un estupendo documento a los “Vídeos de primera”.
Las consecuencias del golpe me duraron cerca de dos meses. Las heridas, profundas, en el dorso de la mano derecha (consecuencia de proteger la cámara de fotos) fueron lo de menos. Lo peor fue el intensísimo dolor en las costillas del lado derecho del tórax que durante un mes no me dejaron respirar con normalidad y, ni muchísimo menos, inspirar profundamente. Toser o estornudar me resultaba imposible y acostarme y levantarme, un suplicio.
Aunque alguien que lea esto pudiera no creérselo, he de decir que al día siguiente de esta caída comencé, junto a mi hermano Pepe, el Camino Visigodo a Guadalupe: durante cuatro días recorrimos los 140 kilómetros que separan el Cruce de las Herrerías, junto a Alcuéscar, de Guadalupe, con un promedio de 35 kilómetros diarios. Hice el recorrido sin más problemas que el infierno que suponía acostarme por la noche y levantarme por la mañana, así como el hecho de no poder cambiar de postura una vez tumbado. Inspirar profundamente me estaba vedado, así como toser o estornudar.
Pero, como establece ese dicho tan sabio:
Y aquí dejo constancia del magnífico estado de la pista en la que tropecé y caí. Solo fue un instante de mala suerte. Un sencillo percance senderista.

En un momento determinado Guadalupe aparece, a lo lejos, entre los pinos que nos rodean.
Cuando estamos llegando al lugar en que nuestro camino se encuentra con la carretera EX–118, nos llevamos la sorpresa de que el mismísimo Rey Alfonso Onceno sale a nuestro encuentro, siendo aclamado por los primeros senderistas que han llegado a su altura.

Justo en ese lugar en que el camino se encuentra con la carretera existe una rotonda, y al otro lado de la misma la Ermita del Humilladero. Solo verla de lejos ya resulta atractiva y como aquel era lugar de reagrupamiento y habíamos de esperar a los más atrasados, decidí escaparme a verla de cerca.

La Ermita fue restaurada en 2008 y un panel informativo allí ubicado nos muestra una fotografía del estado en que se encontraba antes de su restauración.
Otro panel nos dice: “Aquí se arrodillaban, rezaban y se humillaban los cautivos redimidos y los peregrinos que venían desde el norte al divisar por primera vez el santuario desde este alto de la sierra de Altamira. Uno de estos cautivos fue precisamente Miguel de Cervantes, el autor de El Quijote, que acudió a Guadalupe a ofrecer los grilletes que los turcos le pusieron durante su apresamiento en Orán.
Se trata de una pequeña ermita gótico mudéjar del siglo XV, que sigue la misma pauta constructiva que el templete situado en el claustro Mudéjar del monasterio. Recientemente restaurado, fue declarado en 1931 Bien de Interés Cultural con categoría de Monumento.” Lo que transcribo, para mejor información.
Con alguna dificultad logro fotografiar la cruz blanca existente en el interior, así como el interior de la cúpula mudéjar.
Y lo que a mi me parece un hermoso conjunto de azulejos nos relata la historia de esta Ermita.
De vuelta a donde está el resto de los compañeros y una vez que estamos todos, iniciamos la bajada a Guadalupe, siempre precedidos por S.M. El Rey Alfonso Onceno al que algunos senderistas, ebrios de kilómetros (porque no cabe de otra cosa), no paraban de lanzar vítores a la par que le recordaban el papelón de alguno de sus descendientes.


Justo antes de entrar en el pueblo volvimos a detenernos en la Fuente de San José.


Precedidos por la Guardia Civil, a la que seguía el Rey (¿premonición?) y a continuación todos nosotros, atravesamos algunas de las preciosas calles de Guadalupe hasta llegar a la Plaza donde se alza la Basílica.




Una vez ante la Iglesia, un grupo nos deleitó con canciones típicas del folclore de la tierra mientras nosotros comíamos los dulces típicos que la organización nos ofreció, tras lo cual nos regalamos con alguna cerveza, dando por concluida la ruta.



Quiero rematar esta crónica dejando constancia, una vez más, de mi agradecimiento al Club Maragatos de las Villuercas por el cariño y la atención que me prestaron durante el incidente relatado, así como a cualquier otro senderista que, no perteneciendo a dicho club también mostró su cariño y atención.
Y, por supuesto, a Vicente Pozas, que desde el momento de la caída no se separó de mi más de medio metro (se conoce que no se fiaba de que no volviera a caerme).
¡¡Gracias a todos!!