miércoles, 20 de marzo de 2013

Camino de Santiago. Etapa 23: O Cebreiro - Samos


18 junio 2004.-

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Para no romper la costumbre, nos hemos levantado a las 4,30 y hemos empezado a caminar a las 5. Tenemos por delante algo más de 30 kilómetros.



Se ha comentado en el albergue que estamos a punto de empezar a encontrar la gran masa de gente que viene a recorrer los últimos 100 kilómetros (a partir de Sarriá) para ganar la Compostela. A todos nos resulta difícilmente comprensible. El “Camino”, su espíritu, se gesta en vivir cada uno de los 600 kilómetros que llevamos recorridos, no en un papel. Pero bueno, cada uno lo vive a su manera.
A 4 kilómetros del inicio de la etapa hemos pasado por el Alto de San Roque siendo aún noche cerrada, con lo que apenas si he podido fotografiar el monumento al peregrino allí existente, obra del escultor gallego José María Acuña y que se puso en 1993.



A la altura de Hospital, pueblo con un nombre significativamente jacobeo, hemos tenido la oportunidad de contemplar un amanecer con un color rojo intenso en el cielo. La verdad es que disfrutamos habitualmente de unos amaneceres preciosos, pero el de hoy lo ha sido en especial, a pesar de que, dada la oscuridad del entorno, mi cámara de fotos no haya logrado captar ni un poco de la belleza.



A poco más de 8 kilómetros de O Cebreiro nos encontramos con el pueblecito de Padornelo, que a Francesco no le suena de nada. A mi, sin embargo, me trae ecos de ni infancia y juventud como uno de los puertos que se cerraba en cuanto caían las primeras nieves.


Como suele ser habitual, dada la hora en que empezamos a caminar, no hemos encontrado nada abierto, donde poder tomar un café, hasta llegar a Viduedo (o Biduedo, como también lo he encontrado escrito). En este pequeño caserío hemos parado a tomar un café en el Mesón Betularia, a la entrada misma de las cuatro casas, y allí nos han clavado por un vaso de leche 1,30 euros, lo que parece exagerado y que recomiendo, desde luego, ni pisar, sobre todo porque hay otras alternativas para tomar algo en la misma localidad.
Unos pocos metros más allá, a la derecha del camino, está la Ermita de San Pedro en Viduedo, con muros de mampostería de pizarra y caliza y cubierta a dos aguas con tejado de losa. La fachada tiene una puerta con arco de medio punto y lo que a mi me ha parecido una preciosa espadaña coronada por un campanil. A la derecha de la puerta de entrada, el mojón que marca la distancia hasta Santiago.



Quienes han hecho el Camino saben que, sobre todo en algunos momentos, el mero hecho de ver una flecha amarilla resulta algo reconfortante. Hay veces que caminas kilómetros y kilómetros llevando solo una certeza solo “moral” pero en absoluto “real” de que no te has desviado y que tendrás que volver sobre tus pasos. Por eso la vista de una sencilla flecha que convierte en real, o cierta lo que era una simple convicción, te reconforta. A veces, sin embargo, quien cuida de un tramo de la señalización se prodiga con generosidad y no te pone, en el mismo sitio, ni una, ni dos… ni cinco flechas amarillas. A veces puedes encontrarte, todas juntas, ¡¡HASTA NUEVE FLECHAS!!. Y que conste que en mi comentario no hay ni ápice de reproche, ni mucho menos, sino un enorme agradecimiento, pues quien lo ha hecho tenía verdaderas ganas de ayudar a orientarse al peregrino.


A la salida de Viduedo tuve el único percance, digamos “serio” en el casi mes completo que duró el Camino: Francesco y yo caminábamos a buen paso, saliendo del pueblecito reconfortados con el vaso de leche que acabábamos de tomar. Era una callejuela con el firme de tierra, por donde transitan vacas y otro ganado que dejan sus excrementos en el suelo, y que nadie recoge, pues forman parte de la vida diaria. De pronto, el cordón de la bota derecha se me ha trabado en los engarces metálicos de la bota izquierda. La sensación que he tenido ha sido como si alguien me hubiera agarrado, de improviso, por los tobillos. El resultado fue una caída brutal que me hizo golpear primero con una rodilla en tierra y, acto seguido, la nariz y la boca.
El golpetazo de la rodilla no lo sentí, pero el golpe de nariz y boca fue de una violencia tremenda, no solo por la velocidad con que caí sino porque, además, la inercia de la mochila, con sus ocho o diez kilos de peso, me impulsó hacia adelante. En un primer momento pensé que me había roto la nariz. Sangré abundantemente aunque, gracias a Dios, la hemorragia se detuvo pronto. Dado el sitio donde he caído y la herida producida, me preocupó la posible infección, pues todo está lleno de suciedad y excrementos animales. Me lavé como pude, utilizando el agua que llevábamos para beber y, un tanto dolorido por el golpe en la cara, continuamos hasta Triacastela donde, en un bar, y con una amabilidad que agradezco, me prestaron una gasa y betadine, con lo que me pude curar un poco.
Francesco se pegó un susto tremendo en un primer momento y se disculpaba por no haberme podido ayudar en evitar la caída. Yo me acordaba del golpe, tan similar a éste, que mi hermano Pepe se dio cuando vino a Cáceres a caminar conmigo, golpe en el que yo tampoco pude hacer nada para evitar.



Repuestos del susto hemos continuado camino y deleitándonos con las aldeas que van saliendo a nuestro paso, como Pasantes, en las que se combinan aspectos de modernidad con otros que reflejan esa España rural, con muchas carencias y pocas dotaciones y que, para los que somos de procedencia urbana, nos presenta una imagen impactante y, en muchas ocasiones, bella.




Lo que sí es permanente, especialmente desde que entramos en León, pero mucho más en Galicia, es la publicidad de sitios para alojarse. Cualquier elemento y sistema es válido para la publicidad.


En esta aventura preciosa que es “hacer el Camino”, la belleza se te hace presente de un modo continuo. Solo hay que estar dispuesto a verla.





Justo antes de llegar a Triacastela, pueblecito al que está pegado, se pasa por le pequeñísima aldea de Ramil, donde hay un castaño centenario al que se le atribuye una antigüedad de 800 años, un diámetro de 2,7 y un perímetro de 8,5 metros. Dicen que es uno de los árboles más fotografiados del Camino.



Triacastela es uno de los núcleos más antiguos e importante en el Camino. No hay acuerdo al origen de su nombre, indicando unos que antiguamente existían tres castillos (representados en el escudo que hay en la torre de su iglesia) y otros que lo que había eran tres castros, de los que existen restos arqueológicos.
A la salida del pueblo, camino de Samos, a la izquierda, tenemos la iglesia de Triacastela que, en su origen, estuvo dedicada a San Pedro y San Pablo, cambiándose después su advocación a la de Santiago. A un lado de la iglesia, sin pared alguna que lo separe, el cementerio del pueblo, lo que me llamó la atención.



A la salida del pueblo está el Ayuntamiento, así como un monumento al peregrino. Y a estas alturas ya me planteaba yo que en lugar de tanto monumento al peregrino lo que deberían era procurar que los precios que se cobran a los mismos por los servicios no fueran abusivos como, desgraciadamente son con frecuencia.



Para ir desde Triacastela a Sarriá existen dos alternativas. La primera es ir por un camino existente más al norte, por San Gil. La otra por el sur, pasando por Samos, donde está el famoso monasterio. Francesco y yo habíamos decidido el día anterior ir por Samos por lo que, al salir del pueblo, tomamos la ruta alternativa que sale por la izquierda pasado el ayuntamiento. Nuestra intención es pernoctar en Samos y visitar el Monasterio.

Al salir de Triacastela tenemos que caminar unos tres kilómetros por carretera hasta llegar a San Cristovo do Real, trayecto durante el que tenemos la oportunidad de observar alguna de las otras formas que hay de hacer el Camino.



Tras cuatro kilómetros de recorrido por caminos y veredas en medio de un entorno precioso, hemos hecho una pequeña subida tras la cual ha quedado ante nuestros ojos y a nuestros pies Samos, del que destaca por encima de todo el Monasterio benedictino de San Julián, fundado en torno al siglo VI por San Martín de Dumio.


A Samos se llega… por detrás, por expresarlo de algún modo. Hay que bajar desde el alto para llegar y esta aproximación es una delicia ya que entre las primeras casas y el Monasterio discurre el río Sarriá y hay allí un paseo y una amplia praderita, con un césped no sé si artificial o natural, pero una delicia. A Francesco y a mi nos consta que el albergue del Monasterio tiene bastantes camas y que no hay mucha aglomeración de peregrinos, pues la mayor parte van por San Gil. Como todavía no es la una de la tarde, nos sentamos en los alrededores del jardín teniendo ante la vista el río y el Monasterio y allí damos, tranquilamente, cuenta de los bocadillos de los que nos hemos provisto en Triacastela.



Descansados y respuestas las fuerzas nos vamos a la zona de acceso al albergue del Monasterio, junto a la carretera.


El albergue no lo abren hasta las 15 horas, pero he podido explicarle al hospitalero (que no es un monje, sino un voluntario), el tema de mi caída, la herida y el miedo a la infección, por lo que nos ha permitido dejar las mochilas para que nos acerquemos al ambulatorio de la Seguridad Social donde, tras una breve espera, me han hecho una cura de urgencia y me han puesto la vacuna antitetánica advirtiéndome que tengo que ponerme las siguientes dosis posteriormente para que la misma sea efectiva.
Regresamos al albergue antes de que lo abran. Hacemos una breve espera y enseguida nos dan acceso. Tras acreditarnos y sellar la credencia, ocupamos las literas y tomamos la siempre ansiada ducha.
Cuando nos hemos refrescado y estamos a punto de salir a dar un paseo, llega un grupo de unos seis u ocho chavales, de ambos sexos, de alrededor de 18 años. Al entrar en el albergue, quizá por el frescor del interior, una de las chicas del grupo se derrumba y no llega a caer al suelo porque entre varios la cogen y la depositan en una litera. Según cuentan sus compañeros no ha querido cubrirse la cabeza en ningún momento, a pesar del fortísimo calor del día por lo que pudiera ser una insolación.
Una señora francesa de unos 40 años (que nada tiene que ver con el grupo), nos insta a todos a rodearla, frotar las manos y transmitirle nuestra energía positiva (así, como suena) pasando las manos por encima del cuerpo de la chica, sin tocarla. Hace alusión al reiki, sin que yo me quede con la copla. La verdad es que yo no creo demasiado en estas cosas, pero como se trata de “hacer piña”, allí que me pongo, de rodillas junto a la litera, y tras frotar mis manos como el maestro japonés de la película “Karate Kid” hacemos unos pases mágicos sobre la chica que, a base de reiki, agua fresca y pañuelos húmedos puestos en la frente, va recuperándose. Lástima que nadie nos hiciera una foto. Esa sí que hubiera merecido la pena ponerla en el blog.
Ni que decir tiene que la señora francesa se salía de satisfacción. Bendita sea ella.
Después de ejercer como curanderos nos vamos a ver la ermita del Ciprés o del Salvador, del siglo IX y, por tanto, de estilo mozárabe, situada a unos 100 metros del Monasterio del que, al parecer, formaba parte en su tiempo, pudiendo ser una celda monástica.
Está construida a base de lajas de pizarra y un rasgo característico es que la puerta está situada en un lateral. En el interior resalta su arco triunfal elíptico y sus pinturas al fresco de influencia astur.



Casi adosado a la Capilla se encuentra un gran ciprés milenario de 25 metros de altura y de unos 3,25 metros de perímetro. Está considerado entre los 50 árboles más notables de España. En su lateral derecho tiene parche negro que se lo pusieron a causa de una herida ocasionada por un rayo. El parche cumple la doble función de protección y de ayuda a la regeneración natural del árbol.



La ermita está situada en medio de un amplio jardín público, en un “meandro” que hace la carretera. El sitio es delicioso y allí, descalzos, Mario, Francesco y yo lo estuvimos disfrutando un buen rato hasta que llego la hora para asistir a la visita guiada al Monasterio.


A las 6 de la tarde hemos hecho la visita guiada al Monasterio, restaurado por los propios monjes después de que se arruinara casi por completo a consecuencia de la Desamortización de Mendizábal, que tanto daño hizo a al patrimonio cultural español. Los monjes volvieron en 1880, después de 70 años ausentes del mismo.
Podrían poner un montón de fotos del Monasterio, pero opto por aportar solo una pequeña muestra. Merece la pena verlo.









Varias personas nos han dicho que no dejemos de participar en la misa que celebran los monjes a las 19,30, con canto gregoriano de vísperas incluido. Nos quedamos y, la verdad, mereció la pena.
A la salida del Monasterio, y dado que al día siguiente comenzamos los últimos 100 kilómetros, Francesco, Sergio (el milanés que nos acompaña en los albergues desde hace unos días) y yo decidimos celebrar el acontecimiento cenando en un restaurante de peregrinos que está bien y es barato. Y como el acontecimiento lo merece, decidimos rematar la cena con sendas copas de orujo tras lo cual, volvemos al Monasterio y a eso de las 10 ya estábamos roncando.

Hoy han sido 30,7 kms. en 6 horas y 45 minutos. 45.000 pasos.

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