martes, 19 de febrero de 2013

Camino de Santiago. Etapa 0: De camino a Roncesvalles

25 mayo 2004.-
¡Por fin llegó el día!
He dormido inquieto. Me he despertado a las 3,30 y ya no ha habido modo de pegar ojo, por lo que me he levantado a las 4.
He acudido al trabajo de 8 a 12, hora en que me he ido a comprar los últimos detalles: antibiótico clamoxil, un paraguas plegable, tan barato que tiene vocación de desechable, y poco más.
A las 15, tras comer en casa, Javier, mi yerno nos ha acercado a mi mujer y a mi a la estación de autobuses, donde esperaba una joven amiga. Mi hija no ha podido ir (motivos laborales), por lo que ha llamado por teléfono para despedirse.
A las 15,20, antes de subir al autobús Javi nos ha hecho unas fotos. Hemos salido muy sonrientes.


Abrazos de despedida, con una no bien contenida emoción.
A las 15,30 arranca el autobús y, al mismo tiempo, los cielos se desploman sobre Cáceres que parece que quiere despedirse con un enorme diluvio.



A las 19,20 en Madrid. En Metro (no quiero coger taxis, pues uno de los propósitos para el Camino es hacerlo evitando gastos superfluos) me dirijo a casa de mi hermano Pepe, donde pernocto.
26 mayo 2004.-
Había puesto el despertador a las 05,35, pero mi “despertador vital” me ha despertado a la hora habitual: las 4,30. Veinte minutos después no he aguantado más y me he levantado.
A las 5,30 en la calle, andando hasta Plaza de España, donde tomo el metro hasta Atocha. Voy directo al altar que los españoles hemos levantado a las víctimas del 11 de marzo. Saco de la mochila la vela roja que llevo desde Cáceres y en mi nombre, en el de los míos, en el de mis compañeros de trabajo, de mis amigos… con una fuerte emoción, enciendo la vela y la pongo junto a las demás. Me entretengo un poco viendo la multitud de objetos y mensajes allí depositados y, cuando la emoción empieza a aflorar a mis ojos, me aparto presuroso del lugar.



Hay dos brasileñas de entre 45 a 50 años con mochila. Una de ellas se dirige a mí:
— ¿A Santiago?
— Sí. ¿Y vosotras?
— También.
Nos estrechamos las manos y ya no nos perdemos ojo hasta montar en el tren que, con exquisita puntualidad arranca a las 7,55 exactas camino de Pamplona.
Llegamos a Pamplona a las 10,50. Tengo la suerte de toparme con la Iglesia de San Fermín, en cuya capilla está a punto de comenzar la misa, a la que asisto. Luego me pateo Pamplona. Mi podómetro indica que he hecho 17 kilómetros por las calles, paseos y parques pamplonicas.
Me compro un bollo de pan (consejo de mi cuñada, la médico: ingerir hidratos de consumo lento) y luego una ensalada en Pans & Company. A las 3 estoy en la estación de autobuses, donde descabezo un sueño hasta las 17,15.
A las 19 sale el bus de la Montañesa. Es la locura: vamos lo menos 30, seis o siete con bicis.


Llegamos a Roncesvalles a las 19,15. Hace fresquete. Mucha humedad en el ambiente y una espesa niebla.


En el albergue (80 plazas) estamos unos 60 y, tras inscribirnos y sellar el pasaporte de peregrino, acudimos, yo creo que todos, a la misa del peregrino. Según el cura, que saluda, estamos españoles (de todas las autonomías menos las insulares), así como gente de Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, Suiza, Dinamarca, Irlanda, Israel, Grecia, USA, Canadá, México y algún otro país que no recuerdo. A la hora de la comunión (¡qué cosas!), creo que no se quedó nadie sin comulgar, creyentes y ateos. Bendición final, siguiendo la fórmula del siglo XII, según nos dice el celebrante.



Mientras esperábamos para tomar plaza en el albergue he conocido a Raquel y Fernando, matrimonio de Bilbao con los que, quizá, ande mañana los primeros pasos.
Tras un ligero tentempié, me meto en el saco a las 21,15




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